El alcazareño Justo López recuerda sus inicios en la enseñanza en el pregón de la Feria de San Carlos del Valle

Según el pregonero, este acto ha supuesto una gran oportunidad para agradecer lo mucho que esta población le dio en sus inicios en la enseñanza

El maestro y orientador laboral alcazareño Justo López, ya jubilado, pregonó el pasado sábado la Feria 2021 de San Carlos del Valle, un acto en el que el alcazareño pudo agradecer lo mucho que esta población el dio en sus inicios en la enseñanza y además supuso una nueva ocasión para reunirse con sus antiguos alumnos, 37 amigos y compañeros, integrantes todos de 5º curso de 1974.

Justo López recordó, en su pregón, sus inicios en este pueblo cuando fue destinado allí en el año 1974, un lugar al que llegó joven, sin coche y con ganas de aprender todo lo que le ofrecía esa localidad que, según dijo tuvo que buscar en el mapa.

A continuación se reproduce de forma íntegra el pregón que Justo Lopez ha publicado en su blog (http://www.justorien.es/calle/articulos.php?anio=2021&art=Pregon) :

PREGÓN DE FERIA


PREGÓN EN SAN CARLOS DEL VALLE<br>
11 de SEPTIEMBRE de 2021

Entrañables cristeños y cristeñas, presentes y ausentes, autoridades y visitantes ocasionales de este precioso lugar al que llegué como maestro hace ahora cuarenta y siete años:


Para mí, estar aquí, supone una gran oportunidad para agradecer lo mucho que esta población me dio en mis inicios en la enseñanza, además de responder a la petición de José, actual alcalde, quien, con motivo del reencuentro con mi alumnado de entonces, hace ya dos años, se dirigió a mi para pedirme que fuera el pregonero de vuestra Feria. Después vino lo que hemos seguido padeciendo, que aún acecha en nuestras vidas y que se mantiene en el recuerdo por quienes nos han dejado a causa de esta cruel pandemia del coronavirus.
 

Sin embargo, me gustaría hacer una lectura positiva y literaria de estos acontecimientos que, al igual que nos lo describió Cervantes, debemos interpretar como visiones de ensueño o pesadilla, como le ocurrió a Don Quijote al salir de la Cueva de Montesinos. Los manchegos tenemos argucias para atravesar esos periodos de sombra en los que parece que la vida se paraliza o desaparece, para volver de nuevo con fuerza renovada, como le ocurre al río Guadiana en las lagunas de Ruidera o lo que me ocurrió a mi respecto a mi alumnado cristeño de aquel curso, cuya relación quedó velada en la quimera del recuerdo para reaparecer al cabo de cuarenta y cinco años con los sentimientos y las huellas intactos.
 

Cuando conocí que éste sería mi primer destino, allá por agosto de 1974, lo primero que tuve que hacer fue situarlo en un mapa de los de entonces y recabar datos sobre la naturaleza del municipio, que respondía al nombre completo de San Carlos del Valle de Santa Elena, sin sospechar de su pintoresca ubicación entre las sierras y sin saber que en él se encontraban la plaza y la iglesia más bonitas de la provincia de Ciudad Real.


Entonces yo tenía mucho más pelo y muchos menos años, muchas más ilusiones y menos desengaños, muchas más ganas de aprender y muchas menos experiencias, y … este pueblo, tenía muchas más carencias y muchos menos servicios, pero una gran nobleza y generosidad entre sus habitantes, que fueron ganando mi aprecio y mi corazón desde el principio.
 

Porque mi “principiar”, usando unos de esos bonitos vocablos locales que me llamaron la atención, en este pueblo, no fue sencillo para un jovencito sin coche, sin lugar donde alojarse, sin estar acostumbrado a la falta de agua corriente, a la escasez de lugares de ocio y de deporte, con el bar de Casto o el Casino como única distracción común, dado que el cine de Gallego había cerrado poco tiempo antes de mi llegada.


Recuerdo que el Casino, como era norma en la mayor parte de España y en casi todos los lugares de Castilla La Mancha, tenía un pequeño bar en donde los socios bebían, jugaban a las cartas o al dominó y yo como forastero pude utilizarlo y beneficiarme de sus moderados precios para algunas comidas y cenas iniciales pese a no ser asociado.


Cuando al poco tiempo de mi estancia me contaron la leyenda del origen del Cristo y cómo un peregrino pasó la noche alojado en un pajar de la aldea, comencé a ver similitudes con las historias que a todos nos pueden afectar en un momento de nuestras vidas, salvando todas las diferencias, pero asumiendo esa condición de peregrinos que como humanos nos impregna de algún modo.


El secretario del Ayuntamiento de entonces, situado en lo que hoy es la espléndida Hospedería, me ofreció la posibilidad de usar alguna de sus habitaciones, a lo que yo me negué en rotundo porque me imaginaba una cama entre legajos y expedientes administrativos. Si hubiera sido hoy, alojado en una de sus magníficas habitaciones, me hubiera sentido como un príncipe de cuento que ve transformarse la realidad para su beneficio como por arte de magia.


Lo cierto es que me acogieron provisionalmente una pareja de ancianos, el tío Pedrete y su mujer, Manuela. Ambos con más voluntad que medios y, gracias a ellos, pude sortear las primeras semanas, no sin conocer algunas penurias a las que no estaba acostumbrado.
 

Afortunadamente, algunos de mis compañeros de entonces, recuerdo en ello a Gabriel Roncero y a su esposa Teresa, gestionaron una nueva posibilidad de alojarme en casa de la familia Álvarez Padilla y mi estancia cambió por completo. Me sentí como en un hotel de cinco estrellas, con infinidad de atenciones y hasta con agua corriente, que canalizaban desde un gran depósito en el patio.


Pero, especialmente, encontré una familia acogedora con Pablo y Catalina a la cabeza, a los que difícilmente puedo olvidar y también a sus cuatro hijas: Miguela, Carmen, Pepa y Mª del Mar, de las que igualmente guardo un aprecio permanente.
 

Ellas me facilitaron la vida y me hicieron sentir un privilegiado en un ambiente de bastantes limitaciones, hasta el punto de que pude verme reflejado como el protagonista de aquel romance cervantino de Lanzarote que, con la debida licencia adaptativa, podría quedar así:

Nunca fuera, caballero
de damas tan bien servido,
como fuera Justo López
cuando de maestro vino:
doncellas cuidaban de él,
princesas de echarle vino.


Y para completar el recuerdo familiar, tampoco me olvido del perdigón de reclamo de Valentín Padilla, un hermano de Catalina, que desde su enclaustrada jaula en el patio, me despertaba todas las mañanas con su peculiar canto a eso de las ocho, sin posibilidad de parar ese natural e infalible despertador tan alejado de la electrónica.


Pablo, sobre todos, fue un personaje fundamental en mi integración al pueblo. Curiosamente no guardo ni siquiera una sola foto con él y ahora lo lamento. Porque él fue mi auténtico embajador, el que me descubrió lugares y personas, el que me acompañó en numerosos momentos de soledad y aburrimiento para hacérmelos más amenos con sus historias, con su particular sentido del humor y con su peculiar y sencillo modo de afrontar la vida, que tenía limitada por sus serios problemas de salud, acompañándome siendo yo conductor novato en mi primer Simca 1.000 hasta La Solana o Valdepeñas y descubriéndome algunas de sus tabernas míticas como El Pangino, ya desaparecido.


Todavía me parece ver sus claros ojos azules, saltándose de sus órbitas, bajo el contorno de su perenne boina raída, mientras me contaba alguna de sus fantasías, con tal entusiasmo contagioso, que yo las daba por sucedidas realmente hasta que, al analizarlas, comprendía que no podían ser del todo ciertas. Pablo me llevó también a pasear por las sierras cercanas, por el cerro del Acebuche, del Hontanar, de la Piedra del Agua,… en definitiva, por todo lo que rodea al pueblo para contemplar el espectacular paisaje que desde ellas se divisa y, en época de espárragos, a la búsqueda de ese manjar rural serreño, que ahora sufre también peligro de extinción y con el que yo he seguido disfrutando cuando llega la temporada.


Y me contaba, entre otras, aquella curiosa historia de un padre y un hijo que caminaban hacia el pueblo cuando fueron asaltados por unos maleantes que les quitaron todas sus pertenencias y ropas, dejando únicamente el sombrero del padre. Por lo que el hijo, al cabo de darse cuenta exclamó:

- Padre, me he fijado que a usted no le han quitado su sombrero.

A lo que el padre contestó con arrogancia:

- ¡Pues buen genio tiene tu padre!, ¡como para que le toquen al sombrerete!
 

Pablo llenaba ese vacío familiar que me invadía durante la semana y me presentaba a numerosos cristeños y cristeñas con los que él convivía mientras repartía letras bancarias o acciones de Fidecaya, de la que era Agente Local, ¡Cuasi ná! -que habría dicho él mismo- hasta que ésta dio en quiebra. Por él conocí a dos amigos de entonces a los que no he vuelto a saludar y de los que mantengo un recuerdo grato: Salvador, empleado municipal, y Pedrín, agricultor de sus tierras. (Si están por aquí me agradaría abrazarlos después de tantos años).


Recuerdo las amenas charlas vecinales, mientras Catalina nos preparaba la comida o la cena, que manteníamos en la puerta de la calle con los vecinos más próximos como eran Manuel Plata y Juanita, además de su padre, el Morrús, que entonces vendía gasoil en la Veracruz de Valdepeñas.
Me impresionaba caminar por sus calles silenciosas y contemplar el rostro de los hombres y mujeres, en los que advertía un aire noble y pacífico.
 

También recuerdo la presencia de Don Patricio, aquel cura con aspecto de cardenal tridentino, que había ejercido antes en mi pueblo natal de Alcázar de San Juan y que oficiaba el culto religioso cristeño, conviviendo junto a su barragana, Dª Lola, en la casa adosada a la iglesia, al tiempo que vendía postales en blanco y negro del templo y de la plaza y ofrecía su anillo para que lo besaran repetidamente todos cuantos se lo encontraran en su deambular callejero.
 

Pero mi recorrido más frecuente era hacia la escuela, como es natural. Siempre a pie, desde la calle Gabriel Campillo hasta llegar al mismo lugar donde hoy continúan las escuelas, aunque sean totalmente nuevas.

Y allí me encontré con un grupo de maestros y maestras de lo más variopinto en edades, formación y carácter, con quienes comencé a entender que la escuela como la vida es una navegación por la diversidad. A los ya mencionados Gabriel y Teresa, debo recordar a Francisco, que era el director, a José “Caenas”, Alicia, Rosario, Mercedes…
 

Igual me ocurría con mi amplio número de alumnado de 5º de EGB, al que tuve que hacer frente sin excusas, pese a que hoy esa ratio o proporción de 36 a 1 traspasaría todos los límites fijados por la normativa y aún más con la circunstancia de tener a dos de ellos con evidentes necesidades especiales y ningún tipo de diagnóstico ni apoyo.
 

Pero ahora puedo afirmar que fue un reto que superé gracias a dar con un grupo de buenas personas, a las que yo me entregué dando lo mejor que en esos momentos tenía y que fui correspondido porque ellas también me devolvieron toda la ingenua bondad que tenían acumulada, permitiéndome abrirles horizontes que no divisaban y estímulos que les ayudaron a conocer otro modo diferente de entender la educación y la vida. Ahora he tenido la inmensa fortuna de contrastarlo con ese grupo y recibir el reconocimiento de una labor breve pero intensa y duradera, pues después de cuarenta y cinco años transcurridos, no solo me recordaban, sino que lo hacen con cariño y aprecio. No se puede pedir más.
 

Por eso quiero mencionar sus nombres como merecido homenaje, dado que a ellos les debo estar ahora aquí. Y lo haré siguiendo el listado alfabético pero versificado, con algo de ritmo y rima y con algunos apodos para contentar a todos:

La primera es Carmen, la que vive en el Pozo,
le siguen Joaquina, Ángel, Mercedes y Santiago,
los dos Miguel que son Barchino, más Carlos,
Pili Pepa y Juliana junto a Gabriel e Inmaculada.
Luego figuran Teresa, Paquita y Pedro José,
Pilar, ahora solanera, Pedro Antonio y Juan.
Después viene otra Paqui, una quesera de postín,
junto a Ramón, Kiko, Yoyi y la última Paqui aquí.
El más alto es Antonio, junto al otro Ramón y Maritina,
más Rosa, la catalana, detrás de Catalina.
Se sigue con Nicolasa a la espera, con Pedro
y con Concepción, la primera de los Torres
con Paco a continuación, luego Alfonso y otra Carmen que
con Mamerto “Capea” cierran la relación,
sin olvidar a Gregorio, a quien llevo en el corazón.


Y respecto al pueblo, tengo que decir que cada vez que he vuelto, lo he encontrado mucho mejor. No solo porque mantiene esa estructura lineal de casas blancas que impulsó Carlos III y su arquitecto Pablo de Olavide, sino que goza de unos servicios básicos que entonces no se daban, tales como el agua corriente o el alcantarillado, y que está logrando disponer de unas infraestructuras que no están al alcance de otras poblaciones de igual rango en habitantes.
 

Me refiero, por un lado a su magnífica Hospedería de Santa Elena, pequeña pero coqueta y confortable, a la altura de los alojamientos de las grandes ciudades. Pero no menos importante es la restauración de la Casa Grande para uso como residencia de los mayores. Eso si que es invertir en la mejora de las personas que lo han dado todo en anteriores etapas y que, ahora, se pueden sentir bien tratadas por sus descendientes disfrutando de unas instalaciones más que dignas.
 

Y no me puedo olvidar del deporte. Yo, que tenía que llevar al grupo de mi alumnado a las eras cercanas para realizar algún tipo de actividad física, evitando así molestar con las voces al resto de cursos, si jugábamos en la única pista asfaltada que había dentro del colegio y que no pude disfrutar de ninguna otra instalación, ni siquiera de campo de fútbol, tan solo jugué algunos partidos de tenis con mi compañero Gabriel aprovechando la soledad de las tardes, contemplo ahora una dotación extraordinaria, con un pabellón cubierto excelente, además de gimnasio, pistas de pádel, piscina y otras pistas polideportivas.
En definitiva, una apuesta por la cultura del ejercicio y por la salud de todos los habitantes, que tanto valoro por mi formación y vocación.
 

A ello hay que unir la excelente ubicación con pistas y sendas que permiten la práctica del senderismo y del ciclismo en cualquiera de sus modalidades, especialmente el MTB o ciclismo de montaña, que se puso de moda hace unas décadas y es ahora una actividad muy practicada por personas de todas las edades, como pude comprobar una mañana de domingo, cuando me encontré esta misma plaza plagada de ciclistas o bikers.
 

Un pueblo que ha tenido un ciclista profesional como Miguel Rodríguez “El Sara”, que ganó en 1966 la Vuelta Ciclista a Alcázar y en 1967 la 1ª edición de las Rutas del Vino entre otros muchos triunfos, también merece ser tenido como referencia de este deporte.
 

Por todo ello, solo puedo decir que me congratulo de haber formado parte de un pequeño tramo de la historia de San Carlos del Valle, que pese a no haber disfrutado nunca de sus días de fiesta, por razones coyunturales, me resulta halagador participar de las mismas y más en esta condición de pregonero. Pues, cuando me nombran el pueblo o me he encontrado con personas del mismo, como mi colega orientadora Carmen Plata o el escritor Alfonso Manzanares, con quienes me relacioné en su momento, los recuerdos me brotaban con gozosa espontaneidad.
 

Y como en todo hay maestros, me gustaría citar la fórmula magistral para la fabricación de ferias, que un gran artista y buen amigo ya fallecido, Isidro Parra, nos leyó como pregonero de mi pueblo alcazareño hace ya bastantes años y aún sigue vigente:
 

“En un terreno muy grande mezclar a discreción
casetas con atracciones, columpios, tirapichones,
rifas, circos y turrones, polvo para los zapatos,
brujas con tren de ficción.

Puede haber también, si quieres, caballitos de colores
y muñecas de cartón y una noria gigantesca
que al bajar de las estrellas, te estremezca el corazón
y pongan en la garganta, cosas que normalmente
hay debajo de la panza tapadas por el calzón.

Si a todo esto le añades músicos con altavoz,
de la Feria una gran parte tendrás la composición.
Pero hay que seguir echando más madera en el crisol
y cosas muy importantes, que digo a continuación:

No debe faltar el Arte, ni una buena exposición,
ni una función de Teatro, ni un divo de la canción.
Los músicos de la Banda de brillantes instrumentos
le pegarán a la fusa y a la humilde semifusa
y con gran inspiración echarán fuera del pueblo
al duende del mal humor.

Esta mezcla prodigiosa se dejará reposar
para llegado septiembre poderla dosificar. (1)


Y finalmente, para no olvidar otra de las historias que me contaba Pablo, ahora que vamos a presenciar unos fuegos artificiales, os diré que hubo un visitante andaluz que quedó desencantado después de visitar la feria del pueblo, pero el alcalde le dijo que esperase a la pólvora, que ya vería como cambiaba de opinión. Cuando llegó el momento, el alcalde quemó un corcho y eso fue todo. El andaluz pidió explicaciones ante la nueva decepción y le respondieron:

- Es que este alcalde está de luto, pero hemos tenido alcaldes que han quemado hasta dos y tres corchos.

Pues con ese humor festivo y socarrón, quiero dar por pregonadas las fiestas de 2021, con el deseo de que las disfrutéis al máximo.

¡¡¡Vivan San Carlos del Valle y sus habitantes!!!

Muchas gracias.

(1) “Recuerdos y fórmula para una Feria”. Canfali, 12-IX-1997. Transcripción de un párrafo del pregón de Isidro Parra en la Feria de Alcázar de San Juan en 1997.


Justo López Carreño

Septiembre de 2021

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