¿Autobombo o autocrítica?

Por Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política de China

Al igual que los derechos humanos, la democracia debemos entenderla como un concepto integral. En numerosas ocasiones se reduce a una expresión de carácter netamente político ignorando otras variables. Aunque existan elecciones, que se cuenten los votos con la máxima pulcritud, se formen gobiernos a partir de esos resultados, etc., no pasaremos de una formalidad en tanto no tengamos en cuenta dos cosas. Primero, que en demasiadas ocasiones esto no pasa de ser un ejercicio formal cuando el poder real está en otro lugar. Y pienso, fundamentalmente, en los poderes económicos que a través del mercado “libre” como de ciertas instituciones (como el FMI o el BM) determinan las políticas nacionales ignorando la opinión pública mayoritaria, el bien común o los propios intereses nacionales, por no hablar de los programas electorales de los partidos. Esto, al menos para grandes áreas de nuestro mundo, es un dato incontestable. El poder financiero mundial es hoy, en gran medida, la expresión del poder real y efectivo y, desde luego, no es democrático: ni es elegido, ni se dirige a la sociedad ni persigue su bienestar. Esta tendencia se ha intensificado en los últimos 30 años.

Segundo, democracia política sin democracia económica, social o cultural es una democracia amputada, de muy baja calidad. Son componentes fundamentales para poder decir que vivimos en una sociedad democrática. Algunos autores han defendido la idea de que solo a partir de un determinado nivel de renta las sociedades pueden organizarse de forma democrática. Es decir, que los considerados pobres no pueden aspirar a la democracia. Es esta una visión bastante reaccionaria pero es que además, en sociedades supuestamente ricas, las grietas de lo que llamamos democracia pueden ser ingentes: la influencia determinante de los poderes económicos, la corrupción, los lobbies, etc., incluso el racismo, la xenofobia, la violencia organizada, constituyen todos ellos indicios de la fragilidad de lo que llamamos democracia. Por otra parte, es igualmente discutible que la introducción del mercado y el logro de determinados niveles de bienestar en una sociedad conduzcan per se, casi de forma inevitable, a una democracia liberal de estilo occidental. Hay más factores en juego.

Hay que ser cuidadosos. Hemos atestiguado, por ejemplo, una estrategia de traslación sistémica a entornos socio-culturales (imposición de las instituciones y mecanismos de una democracia liberal) que a veces confronta con una determinada civilización y cultura propias. Este factor es también importante. Creemos que todo pasa como en Occidente y no siempre es así. “Dos personas pueden dormir en la misma cama y no compartir el mismo sueño”, dice un refrán chino. Es aplicable en este caso. Tenemos casos dramáticos en los que ese empeño no ha tenido otro resultado que la inestabilidad, el caos, la pobreza y la destrucción, en suma, estados fallidos cuyo futuro se antoja problemático. Y quienes lo padecen son las sociedades locales.

Igualmente, podemos hablar de otro fracaso cuando la restauración democrática ha ido acompañada de políticas económicas que, por ejemplo, han diezmado el gasto público, aumentando la pobreza material de la gente. Esto se ha visto mucho en América Latina, donde las privatizaciones y otros fenómenos incrementaron la desesperación social. Esto abunda en la idea de la integralidad de la democracia porque esa contradicción entre las dimensiones política y socioeconómica refleja una quimera que puede dar lugar incluso a pasos atrás cuando la legitimidad electoral es insuficiente frente a la legitimidad cívica que viene determinada por la no adopción de políticas orientadas al bien común. En este contexto, la democracia se convierte en una coartada para hacer pasar por legítimas políticas que de otro modo podrían ser más contestadas.

La democracia es un proceso. Para muchas sociedades, la prioridad es la subsistencia económica e incluso física cuando se vive inmerso en la violencia que asola numerosas realidades. También cultural, en el que influyen factores como las creencias religiosas que determinan la significación de las responsabilidades sociales e individuales, tan decisivas, por ejemplo, en el comportamiento ante la corrupción, un fenómeno clave en el deterioro democrático.

En la democracia, tan importantes son las políticas orientadas hacia el bien común como la participación social o igualmente la selección de las élites. En el Occidente liberal se ha conformado la idea de que la combinación de pluralismo y la competencia electoral garantizan la soberanía popular y la legitimidad. La eficiencia de cualquier sistema político debe establecerse por su capacidad para propiciar desarrollo, libertad y seguridad a las amplias capas de la población. Ahí radica buena parte de una credibilidad muy cuestionada. El nivel de desafección civil en Occidente y la valoración de los respectivos gobiernos nos indican que la democracia se desangra y que requiere más autocrítica que autocomplacencia, anomalías que no se reparan simplemente señalando a otros.

Por tanto, más que alardear procedería una profunda autocrítica sin necesidad de recurrir a señalar con el dedo a un hipotético “enemigo” para blindar el liberalismo democrático como supuesto mal menor. Por el contrario, lo que procede es una profunda catarsis que haga inventario de los mecanismos que refuerzan la incompetencia sistémica y que deberían permitir una mejora sustancial de la calidad de una democracia que hoy se encuentra en horas bajas. Tanto nos refiramos a la baja fiabilidad de los líderes en las democracias occidentales, producto en buena medida de la crisis de los partidos políticos, como a la orientación oligárquica de las políticas que promueven.

Esa misma autocrítica habría que extenderla a nuestro proceder internacional, reconociendo los límites trágicos de operaciones de “libertad duradera” promovidas a sangre y fuego en los últimos años y que han derivado en dramáticos desastres.

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   Self-praise or self-criticism?

 Xulio Rios

   Along with human rights, democracy must be understood as an integral concept. On many occasions it is reduced to an expression of a purely political nature, ignoring other variables. Although there are elections where the votes are carefully counted with governments formed on the basis of these results, etc., these results don’t go beyond being a formality as long as we do not take two things into account. First, that on too many occasions this is nothing more than a formal exercise when the real power is elsewhere. And here I am thinking mainly about the economic powers that through the “free” market and certain institutions (such as the IMF or the World Bank) determine national policies, while ignoring public opinion, the common good or the national interests themselves. This is an indisputable fact for large parts of the world. The world financial power today is to a large extent, the expression of real and effective power and, of course, it is not democratic: nor is it elected, nor does it address society or pursue its well-being. This trend has intensified in the last 30 years.

   Secondly, political democracy without economic, social or cultural democracy is an amputated democracy, of very low quality. We need fundamental components to be able to say that we live in a democratic society. Some authors have defended the idea that only after reaching a certain income level can societies organize themselves democratically. In other words, poor countries cannot aspire to democracy. This is quite a reactionary vision, but also in supposedly rich societies, the cracks in what we call democracy can be enormous. These cracks such as corruption, lobbies, and even racism, xenophobia and organized violence, are all indications of the fragility of what we call democracy. On the other hand, it is equally debatable whether the introduction of the market and the achievement of certain levels of well-being in a society lead per se, almost inevitably, to a Western-style liberal democracy. There are more factors at play.

   We need to be careful as we have seen that a strategy of systemic translation to socio-cultural environments (imposition of the institutions and mechanisms of a liberal democracy) can sometimes confront a certain civilization and culture of its own. This factor is also important. We believe that everything happens as in the West and it is not always like that. "Two people can sleep in the same bed and not share the same dream," says a Chinese saying that is applicable in this case. We have dramatic cases in which that effort has had no other result than instability, chaos, poverty and destruction - in short, failed states whose future is problematic. And those who suffer these failures are local societies.

   We can also speak of failure when democratic restoration has been accompanied by economic policies that, for example, have decimated public spending and increased the material poverty of the people. This has been seen a lot in Latin America, where privatization and other phenomena have increased social despair. This abounds in the idea of the integrality of democracy because this contradiction between the political and socio-economic dimensions reflects a chimera that can even lead to backwards steps when electoral legitimacy is insufficient when compared to the civic legitimacy that is determined by the non-adoption of policies oriented to the common good. In this context, democracy becomes an alibi to pass off policies that would otherwise open to question.

   Democracy is a process. For many societies, the priority is economic and even physical subsistence when living immersed in the violence that ravages many realities. It can also be cultural, influenced by factors such as religious beliefs that determine the significance of social and individual responsibilities. This can be decisive, for example, in how some deal with corruption - a key phenomenon in democratic deterioration.

   In democracy, policies oriented towards the common good are as important as social participation or the selection of elites. In the liberal West, the idea has emerged that the combination of pluralism and electoral competition guarantees popular sovereignty and legitimacy. The efficiency of any political system must be established by its capacity to promote development, freedom and security to the broad layers of the population. Therein lies a good part of a highly questioned credibility. The level of civil disaffection in the West and the valuation of the respective governments show that democracy is bleeding to death and that it requires more self-criticism than complacency, anomalies that cannot be repaired simply by pointing out others.

   Therefore, rather than bragging, a deep self-criticism is needed, without the need to resort to point the finger at a hypothetical "enemy" in order to present democratic liberalism as a supposed lesser evil. On the contrary, what is needed is a deep look at the mechanisms that reinforce systemic incompetence in order to bring about a substantial improvement in the quality of a democracy that today is in low hours. We refer both to the low reliability of leaders in Western democracies, largely a product of the crisis in political parties, and to the oligarchic orientation of the policies they promote.

   That same self-criticism should be extended to our international behavior, recognizing the tragic limits of “lasting freedom” operations promoted by blood and fire in recent years and which have resulted in dramatic disasters.

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