Las ciudades se erigieron con intención defensiva. Agrupadas las casas, apareció la trama urbana; una trama angosta daría paso más tarde a una más despejada, las anchas avenidas; eran los albores del siglo XX, vía regia al automóvil. Discurría el mundo en su embeleco hasta que presintió el colapso. Como si de una conjura se tratara, un sinnúmero de vehículos tomaba la ciudad; emitían al unísono gases deletéreos por sus tubos de escape. El aire fresco y puro de otro tiempo se adensaba y se hacía irrespirable. La ciudad agonizaba. El automóvil, otrora símbolo de libertad, resultaba insoportable. Se habló entonces —bien reciente— de recuperar la ciudad para sus habitantes. Cada cual por su camino. Interesa el de Pontevedra.
Pontevedra no es de ahora. El nombre viene de lejos, de un puente de los romanos sobre el río Lérez (“pontem veteram”). Esta ciudad vetusta se afana por estar al día, por buscar un sitio entre las ciudades avanzadas, mirarse en ellas. Parece estar a desmano, anclada como se haya en una esquina de la piel de toro. Mera apariencia. Está cerca por el interés que suscita. Llegarse a ella será fácil…, y se llega. Se encuentra la ciudad serena, apenas un rumor de voces. Perdura en su parte antigua la estampa de ciudad galaica y lusitana, las fachadas de piedra, otras blancas con festones de granito y el verde de puertas y ventanas. Una belleza austera. La ciudad se asienta en el estuario del río, al amor del último meandro; no lejos queda un brazo de mar, su ría. En derredor quedaría el monte. Pontevedra, que fue en esto una ciudad de tantas, adolecía de lo mismo; a saber, la ocupación del espacio público por los coches con su secuela de polución, ruido y accidentes. Pero esta ciudad, que lo fue para los coches, eligió al inicio del nuevo siglo, el XXI, serlo para las personas, y en particular para los niños. Eligió esta perspectiva inspirándose en el libro de Francesco Tonucci, “A ciudade dos nenos” —su traducción al gallego—; un libro seminal en donde la ciudad se interpreta desde el punto de vista del más frágil, el que más pierde en la ciudad robada y el que más ganaría con su restitución. Guiados por la lucidez espontánea de los niños se optó por intervenciones sencillas, un “nanourbanismo” que dicen. No se eligió mejorar la regulación del tráfico, o hacer obras faraónicas para construir vías subterráneas, como en la vecina Vigo. No. Ni siquiera por potenciar el transporte público, o pagar por aparcar, o por multar; tampoco por dar prioridad al coche eléctrico o a la bicicleta, eso vendría por añadidura. Se optó por lo más elemental, por primar los desplazamientos a pie. Andar, el huevo de Colón. Pontevedra, una ciudad para caminar. Llegados hasta aquí, volvamos un momento a Tonucci, relaciona la democracia con la peatonalización, “todos somos peatones”.
Hubo entonces que calmar el tráfico. El “calmado del tráfico” es reducir su voracidad. La palabra pues, no puede estar mejor traída, es esta, calmar. Bajar la velocidad si es preciso hasta llegar a los 10 km por hora, que ya es mucho, el doble de la velocidad media de la marcha de las personas. Estrechar carriles, ensanchar aceras, recurrir a los lomos de burro famosos o a otras medidas disuasorias como aparcamientos gratis. Calmar y reducir el tráfico hasta su casi desaparición, usar el coche en caso de necesidad. Hubo más. Pavimentar con acierto. Elegir firmes amables y bellos, que apetezca pasearlos y contemplarlos; y por arriba, iluminar lo justo. Suele ocurrir que las ciudades se llenen de chirimbolos; se ha escrito sobre el particular que Pontevedra decidió “reducir al mínimo los elementos de señalización […], nunca se colocará ningún elemento que no esté absolutamente justificado”. Suena a respeto; el respeto que no se percibe cuando tanto munícipe intenta dejar huella, “aquí estuve yo”. La ciudad no necesita de esos abalorios.
Decir “Levántate y anda”, resulta en exceso imperativo, es cosa bíblica. Recomendar al común que ande sin más no parece suficiente. Lo suyo sería sentirse impelido a hacerlo, sentir la fuerza interior. Una ciudad sin tráfico —o con poco— y sin barreras, segura, es un acicate; si a ello le sumamos que la calle se adecenta, se embellece y se hace amable, no habrá quien pare en casa. Ocurre en Pontevedra. El pueblo toma la calle, literal, la ha hecho suya. “Os nenos á rúa”. Y luego está ese invento pontevedrés, el “metrominuto”, que nos indica que a pie se llega a cualquier sitio. Y habrá más cosas, alguien nos dirá que andar es sano para el cuerpo y que, al igual, lo es para el espíritu; con suerte lo descubriremos nosotros. Qué bendición. Caminar para desplazarse, sí, pero también para hacerlo despacio y disfrutar del mejor museo, el más vivo y vivificante, el de la calle: las gentes que van y vienen en el decorado urbano, nunca igual, siempre distinto. Podríamos añadir que la calle es el espacio de lo posible, del gozoso encuentro. Con su agudeza nos dice Josep Pla que “una calle es una sucesión de casas unidas por el vínculo de la vecindad, de la interdependencia ciudadana”. Dice el alcalde Lores, “donde hay coches no hay vida”.
En Pontevedra se oye el gorjeo de los pájaros, no más; es una ciudad confiada, no hay accidentes y el aire flota limpio. Pasada la incertidumbre lógica, el comercio tradicional está satisfecho, vende más; más gente se instala en Pontevedra, aumenta su población. Y los niños, se muestran libres, un buen número va a clase por los “caminos escolares”. Aplacada la voracidad del tráfico en el centro, el modelo se extiende hacia los barrios y más allá; por simpatía llegará a toda el área metropolitana. Un área, sumado lo urbano a lo rural, de 250.000 almas. No es extraño que su modelo haya llegado hasta la anchurosa Mancha: Alcázar y Tomelloso exhiben con orgullo su “metrominuto”; que sea para bien y vaya a más. Estas son las credenciales de la Boa Vila. Lo de los múltiples reconocimientos nacionales e internacionales, distinciones y premios a su modelo, con ser mucho, es lo de menos. Por poner un pero, señalada la primacía del espacio público y rescatado este del dominio del coche, se vislumbra su ocupación por las terrazas de los bares, un riesgo. Por lo demás, “Pontevedra é boa vila, da de beber a quen pasa”, y sabrá lidiar con este asunto.