Escala en Detroit

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“Lo que es bueno para la General Motors es bueno para el país”, la afirmación que se enunció a la inversa pasó a la historia en esta forma; pertenece a Charles Wilson, director a la sazón de la empresa, la pronunció en 1953 en el trascurso de la audiencia para su nominación como secretario de defensa de los Estados Unidos, el salto a la política. Hasta tal cota llegó Detroit de la mano de su mítica empresa. Bien sabido es que esta ciudad —la metrópolis moderna por antonomasia— fue la cuna de la industria del automóvil y no se entiende la ciudad sin las llamadas “Tres Grandes”, la Ford, la Chrysler y la General Motors; en especial esta última. Hubo no obstante historia previa. El nombre por ejemplo le viene a la ciudad de su ubicación en el canal que une dos de los Grandes Lagos —Huron y Erie—, un estrecho: “le détroit”, devino en “detroit” a secas; el legado de los franceses que por allí pasaron. La caza del castor a gran escala dio lugar a la primera gran industria de América, la peletera; los indios iroqueses cazaban este animal e intercambiaban las pieles con los blancos venidos de Europa.

Eran tiempos de tramperos y comerciantes. Corrían los siglos XVIII y XIX, tiempos convulsos en los que los Estados Unidos se consolidaban como nación; después de la Guerra de la Independencia (1775-81) vendría la de Secesión cuyo final en abril de 1865 trajo la inclusión de las enmiendas a la constitución que garantizaban los derechos de los ciudadanos de cualquier condición o raza. Mientras, en Detroit se libraban a la par otras batallas y ocurrían acontecimientos decisivos para su futuro; cabría mencionar el gran fuego de 1805 que arrasó por completo la ciudad y permitió el famoso plan Woodward: un esquema urbano radial con grandes avenidas que parten del “Grand Circus”; inspirado en la ciudad de Washington, es el que ha prevalecido.

La ciudad que dio cobijo a la industria automovilística tuvo un crecimiento económico inusitado en la primera mitad del siglo XX; de sus factorías llegó a salir en algún momento el 85% de los coches que se producían en el país; con tamaña capacidad no sorprende su fulgurante reconversión para fabricar los famosos bombarderos B-24 y otros ingenios motorizados durante la segunda guerra mundial. Cualquier cosa era posible en Detroit. En esta primera mitad, la población pasó de los 285.704 habitantes de 1900, a los 1.849.568 de 1950, su pico máximo de población. El apogeo.

En la segunda mitad del siglo comienza una lenta contracción de la industria automotriz agravada por la crisis del petróleo de 1973; la competencia con la industria japonesa y las nuevas formas de producción estarían entre las posibles explicaciones. En paralelo, no ajeno a la contracción industrial, la población empezó a disminuir: en el año 2000 la cifra pasó a ser de 951.230 habitantes, la mitad de la alcanzada en los años 50 —la pérdida mayoritaria, el 95%, se produjo a expensas se la población blanca; el “white flight”—. Un colapso demográfico. Mención aparte merecen los disturbios raciales de 1967 que marcan sin duda un hito en el declive de la ciudad. La película Detroit de la directora Kathryn Bigelow retrata con crudeza la magnitud y gravedad de los disturbios y la torpe brutalidad policial. En el año de los hechos la población negra de Detroit representaba el 40% del total; a finales de siglo representaría más del 80%, un caso único en las grandes ciudades americanas.

Menos habitantes en una ciudad cuya superficie es enorme significa más espacios vacíos y menos recaudación para el municipio, la quiebra; ocurrió en la ciudad más poderosa, la del puño de hierro del legendario boxeador Jerry Lewis. El 18 de julio de 2013 se solicitó formalmente la protección por bancarrota, aparejaba una renegociación de la deuda con los acreedores y un ajuste de salarios y pensiones; los sindicatos se opusieron, hay que decirlo. Barrios y fábricas se vieron abandonados; la otrora emblemática estación de trenes, la “Michigan Central Station”, cerrada y destartalada, fue hasta bien reciente el triste estandarte de ese abandono. Del descampado se adueñó la maleza, las casas fueron pasto del saqueo y del fuego. Detroit, que tocó el cielo, convertida en ciudad fantasma.

Se habló de soluciones drásticas, agricultura urbana y realojamientos masivos de la población; se habló de renacimiento, de nuevas fuentes de riqueza. Lo cierto es que la ciudad industrial que fue se trasformaba a ojos vista en una ciudad despersonalizada y de servicios: demolición de edificios emblemáticos y construcción de mamotretos arquitectónicos. La interpretación de los nuevos dueños que vendrían. La ciudad en almoneda adquirida por grandes fortunas; para el caso, por las rentistas: Daniel Gilbert, un prestamista minorista —“Quicken Loans”; literalmente, “préstamos rápidos”— es el dueño actual de medio Detroit, no solo ha acumulado un capital inmobiliario descomunal aprovechando el colapso de la ciudad, sino que suyo es el patronazgo del tranvía que surca el eje principal de la ciudad, el QL —algunos llaman “Gilbertville” al “Downtown”—. En un artículo de la revista Politico se le denomina “alcalde en la sombra”. No todo el mundo está de acuerdo en que lo mejor para Gilbert sea lo mejor para la ciudad; hay quien piensa que sus negocios no son limpios: el Departamento de Justicia abrió una causa contra su empresa por préstamos fraudulentos que han costado lo suyo a las arcas públicas. Con todo, la población censada en Detroit no aumenta; cifras recientes, de 2022, la sitúan en 639.111 habitantes.

Septiembre de 2023, escala en Detroit. Es mediodía, un paseo por la revitalizada ribera del río deja ver un urbanismo frío, no hay árboles, no hay transeúntes; el tren aéreo, indiferente, gira en lo alto: un ingenio autómata; concebido en su tiempo para trasportar 67.700 pasajeros al día, apenas llega a los 2000. En la ribera, a un lado queda el evocador grupo escultórico dedicado a la epopeya de los esclavos negros que huían del sur, “Gateway of Freedom”; al otro, el monumental edificio de cristal de siete torres icono de la revitalización de la zona, el “Renaissance Cente”r; la sede actual de la General Motors. No lejos, “The Guardian”, la quintaesencia del mejor Detroit, el edificio art déco exponente de la fuerza y belleza surgidas de las entrañas de la ciudad; el colorido y cálido ladrillo de entonces, contrapuesto al frio cristal de ahora. Más lejos, en el Instituto de las Artes, los murales de Diego Rivera aguardan, “La Industria de Detroit”; encargados por la institución y sufragados por Edsel Ford fueron vilipendiados por la sociedad biempensante de la época, los primeros años 30; el vulgo acudió en masa a verlos. En la actualidad están considerados como patrimonio nacional. En el código del realismo socialista, los imponentes frescos representan los logros de la sociedad industrial sin esconder sus azares. Un retrato elocuente de otro tiempo. “Nothing stops Detroit”.

Alfonso Carvajal

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