El fin de la evolución

Por Alfonso Carvajal

Desde la noche de los tiempos el mundo animado se ha regido por las leyes de la evolución, sobreviven los más aptos; desde hace poco, la deriva de ese mundo está en nuestras manos. El reciente premio Nobel de química ha sido concedido a la mejor edición genética, la propuesta por las investigadoras Emmanuelle CharpentierJennifer Doudna. Consiste esta edición en visualizar el libro de la vida y quitar y añadir pasajes a conveniencia. En este libro, que se dice de instrucciones, están escritos en clave los caracteres que desarrollarán los seres vivos. Están escritos con un alfabeto de tan solo cuatro letras, A, T, C y G; se corresponden estas con las bases que conforman la dotación genética de los seres vivos, su genoma. Es química. Las bases se alinean en las cadenas largas entrelazadas en hélice del ácido desoxirribonucleico, el ADN. El material genético se encuentra comprimido en los cromosomas; los humanos tenemos 46 (23 pares), las ratas 106, las moscas 8, los gorilas 48 y los elefantes 56: cada cromosoma del par en que se agrupan procede de una célula germinal de los progenitores. El genoma se podría representar como una línea, una carretera larga, en la que las distancias se miden en kilobases, cada kilobase equivale a 1000 bases: el genoma humano tiene 3000 millones de esas unidades; en realidad serían el doble puesto que están duplicadas, se agrupan en pares. Es la secuencia de las bases lo que confiere sentido al genoma, aunque no todas las partes lo tengan. Según una fuente fiable habría 19.907 de esas partes o bloques con sentido, genes codificantes. Representan, no obstante, como se dice, una porción menor del material genético. Era axioma el de “un gen una enzima”, para significar que cada gen codificaría la síntesis de una única proteína —las enzimas lo son—, pero no es así siempre: no está claro. Hasta aquí lo conocido. Lo nuevo empezó con Mojica, un investigador español, un sabio. El estudio de la Haloferax mediterranei, que se da en las salinas de Santa Pola, le llevó a descubrir en el genoma de esa arquea unos bloques de bases repetidos, en apariencia sin sentido; al igual que ocurre con la palabra “Ana” o la palabra “reconocer”, leídos de izquierda a derecha o de derecha a izquierda decían lo mismo: textos palindrómicos. Lo insólito, resultó tener significado; eran formas adaptativas de defensa inmunitaria adquiridas al contacto con un virus. Francisco Mojica lo interpretó, publicó el hallazgo extraordinario y puso nombre a las repeticiones, las llamó Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats (CRISPR), en español, “repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas”. CRISPR, léase en español como “crisper”. “Me suena a nombre de perro”, le dijo su pareja a Mojica.

La técnica de edición genética merecedora del Nobel que vino más tarde estaba servida. Al acrónimo CRISPR se ha añadido el de Cas9 (CRISPR associated protein 9); se ve escrito, CRISP/Cas9. Tras el vocablo críptico se esconde esta mecánica: una enzima, el Cas9, que guiada a conveniencia se desplaza por las hebras del genoma hacia la secuencia de ADN de interés; puede hacerlo, llegar al lugar preciso y, además, cortar la hebra, “tijeras moleculares”; con tal precisión lo hace que se habla de “escalpelo”. La pieza que se “corta” se puede sustituir. Edición y modificación genética. Esta técnica se entiende permitiría evitar la transmisión de enfermedades genéticas de padres a hijos, actuar sobre las enfermedades una vez aparecidas, pero también “mejorar la raza”, aumentar en humanos, por ejemplo, la fuerza, la belleza o la inteligencia. Se abre un mundo de oportunidades que plantea controversias. Vean, si no lo han hecho, GATTACA, película visionaria del director neozelandés Andrew Niccol.

El trabajo de Doudna y Charpentier se publicó en la revista Science en 2012. Se han conocido con posterioridad algunos usos de la técnica. Muestran el vértigo que provoca el horizonte abismal desvelado. A finales de 2018 se dio a conocer el resultado de los experimentos del científico He Jiankui y de su equipo. Mediante la técnica CRISPR, en embriones humanos, se inactivó el gen necesario para infectarse del virus del sida. Del embrión manipulado nacieron las gemelas, Lulu y Nana; el padre era portador del sida. A lo innecesario, puesto que existen otras formas de evitar la infección, se añade la incertidumbre de resultados imprevistos, mutaciones no buscadas, un azar; no menor es el hecho de que estas prácticas están de espaldas a la ética científica. Jinkui ha sido juzgado en China, condenado a tres años de cárcel y suspendido a perpetuidad para ejercer la medicina. Lo posible se abre paso. Se hacen conjeturas sobre potenciales usos. El famoso genetista de la Universidad de Harvard, George Church, menciona ediciones que podrían aumentar la masa muscular, la solidez de los huesos, retrasar el envejecimiento, conferir inmunidad a la malaria o aportar inmunidad a algunos virus, ¿se hará para el coronavirus? Objetivos deseables, en especial este último.

Cuenta Jennifer Doudna que soñó estar en su laboratorio y un colega le pidió acompañarlo a conocer a un amigo interesado en la técnica CRISPR/Cas9. Aceptó. Cuál no fue su sorpresa al ver que el amigo interesado era Hitler. Se abren perspectivas halagüeñas en el campo de la terapéutica, no hay duda: tratar el cáncer entre otras, se está en ello; sin embargo, como la propia Doudna dice, “...hay que hacer un uso responsable de esta herramienta tan poderosa”. Estamos en la antesala de la reescritura del libro de la vida. Este, y no otro, ha sido el motivo de actual premio Nobel.

Alfonso Carvajal

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