La tolerancia

Por Epifanio Quirós Tejado

Últimamente leo mucho en redes sociales, en Internet, sobre la obligación que tiene Occidente de protegerse contra la invasión Islámica que padece, sobre todo Europa.

     Las circunstancias que hemos vivido en estos últimos tiempos a causa del acceso al poder de los talibanes en Afganistán, me ha llevado a reflexionar sobre este asunto.

     Es cierto que en Europa hemos desarrollado esta virtud de la tolerancia que no existe en otras latitudes del mundo. Y es cierto, también, que ha sido por culpa de nuestra tradición cristiana y grecolatina. La democracia y la pluralidad, el respeto y asimilación del otro solo han podido echar raíces en esta cultura cristiana. Y esto nos ha llevado a desprotegernos, por falta de preparación, contra los enemigos de nuestra cultura y forma de vida.

     En ninguna otra parte del mundo, ninguna cultura acepta a quien de manera manifiesta proclama querer acabar con dicha civilización. Solo los occidentales hemos desarrollado ese complejo que nos lleva a excedernos en la capacidad de empatizar, de ponernos en lugar del otro, y terminar identificándonos y compartiendo sus mismos sentimientos. Insisto en que esta capacidad es buena, positiva y ayuda a vivir en sociedad pacíficamente, pero, su exceso, es pernicioso y mortal en términos de civilización y cultura.

     Estamos, pues, obligados a encontrar el punto medio, el equilibrio que nos permita empatizar con otras realidades, culturas y personas, pero sin que ese sentimiento se convierta en el aguijón que clavamos en nuestro propio pecho y nos produce la muerte. Este es un peligro que padecen los animalistas, los okupas y sus defensores, las feministas, los ultras y fanáticos de cualquier ideología.

     Nadie, en su sano juicio, tira piedras contra su propio tejado. Y ese pensamiento es el que nos tiene que guiar en estos momentos en que parece que una parte del mundo se niega a evolucionar. Puede que muchos consideren legítima esa postura, pero el resto no podemos permitir (como no lo hicimos al posicionarnos en contra de la esclavitud) que, a estas alturas del siglo XXI, haya quien se resista a abandonar formas de vida inhumanas y salvajes. En occidente no podemos permitirlo y, es más, estamos obligados a salvaguardar nuestra forma de vida y nuestra cultura, imperfecta pero evolucionada.

     No podemos permitirnos en nombre de melifluos eslóganes, dejar que entre el ladrón en nuestra propiedad y consentir que nos robe, nos viole, nos apaleé y encima tengamos que darle las gracias por dejarnos con vida. Estamos equivocados si consentimos que en nuestra casa mande y gobierne quien es invitado a compartir la vida con nosotros. No es ese el camino. En mi casa, en mi cultura, en mi civilización hay unos mínimos que deben ser respetados y a los que tienen que acomodarse y adaptarse aquellos que quieran compartir la vida con nosotros. Esos mínimos son innegociables: la libertad (en todas sus manifestaciones), el derecho a la vida y a la integridad física, la seguridad jurídica, la democracia, los principios de presunción de inocencia, a la propiedad privada, a la legitima defensa, a un juicio justo e imparcial… en resumen, a los principios recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, para todos los seres humanos. Y solo así estaremos a salvo de la barbarie, la arbitrariedad y el fanatismo.

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