¡Cuánto miedo, de una parte, y cuánto despotismo y mentira, de otra, en aquella advertencia lapidaria! ‘Haz como yo -dicen que decía el viejo dictador- … y no te metas en política’. Décadas de desprecio de la política por quienes la monopolizaban en su exclusivo beneficio y nos apartaron -siempre por nuestro bien- de los pecados del voto y del partido: con el suyo, único, bastaba.
Y aunque es cierto que puede haber política sin democracia (frágil entonces, postiza, demediada: así en los regímenes autoritarios), verdad es que la política -con sus instituciones, sus reglas, sus contrapesos- es consustancial a la democracia. Polis y demos, ciudad y ciudadanía se han de pensar y han de ir siempre juntos.
Algo preocupante sucede, entonces, cuando un número creciente de ciudadanos desertan de su condición renunciando al ejercicio de su derecho al voto y a la participación. Un dato: en las pasadas elecciones italianas, las que dieron la presidencia del Consejo de ministros a la más extrema de sus derechas, votó un 63,9% del censo, diez puntos menos que en las anteriores. En las municipales (parciales) de este domingo-lunes, el 59%. Cuatro de cada diez electores han renunciado a su derecho.
Una desafección -y no solo en Italia- que apunta a una creciente irrelevancia de la política y, en consecuencia, de la democracia, y ante la cual solo hay, a mi juicio, una respuesta: (re)politizar, valga la redundancia, la sociedad y la vida. O, lo que es lo mismo, multiplicar la presencia activa y el poder y la capacidad de decisión de los ciudadanos. Dicho a lo claro: crear más democracia haciendo más robustas y más dignas sus instituciones, partidos políticos incluidos.
Por el momento, una oportunidad: las municipales y autonómicas del domingo 28. Y un objetivo: traer al primer plano de la política lo que nos es común, esos bienes que calificamos de ‘comunes’ y que se sustraen a la vieja dualidad público/privado y, claro está, a la exclusiva decisión sobre los mismos de nuestros representantes (no porque se la neguemos sino porque no se la delegamos). Esos bienes que lo son de todos y cada uno de nosotros, la ciudadanía. La salud, el agua, la educación, el descanso, el medio ambiente, el paisaje, el saber acumulado, el espacio y las ondas, la cultura, el suelo público, los parques y los bosques… Que nadie, salvo sus titulares -nosotros, la ciudadanía- debería poder enajenar, ni en todo ni en parte, ni ceder ni permutar. O sea, privarnos de ellos privatizándolos.
Y a esa defensa, y a su cuidado, todos estamos convocados. Por nuestra sola condición de ciudadanos, es decir, de políticos, que se afanan en lo común, que es lo colectivo personalmente apropiado. Porque el 28 nos dividiremos votando cada cual según su preferencia, pero al día siguiente seguiremos compartiendo calle, plaza, tienda, centro de salud, cine o bar, pista deportiva, instituto o empresa, y hasta portal de casa. Problemas, y esperanza en su resolución, también satisfacciones. Nos iguala nuestra común condición, y esa bendita capacidad humana que se llama compartir.
De ahí que me gusten candidatas y candidatos que dejen a un lado el ‘yo’ para hablar de ‘nosotros’, que se comprometan a trabajar no ‘por’ sino ‘con’ sus (con) ciudadanos. Abiertos a colaborar con esos otros (sus iguales) elegidos en las listas de otros partidos, y al diálogo y la escucha. A no menospreciar los gobiernos compartidos. Y a la consulta ciudadana. Sí, aunque las urnas les hayan dado esa mayoría que dicen absoluta. O por eso mismo.