La idea de Europa

Por Alfonso Carvajal

Desde Mesopotamia, la cuna de la civilización, Asia quedaba al este y al oeste lo hacía Europa; por Asia salía el sol, la tierra de la luz, y se ponía por Europa, la tierra de la oscuridad (el ereb, de las lenguas semíticas). En los albores de la historia, y desde la lejanía, eso era Europa. Gira el mundo y en el remoto punto de sombras surgirá el siglo de las luces, el sueño de la razón. Más tarde, con el devenir del tiempo, florece un arte que se propagará rápido gracias en buena parte al ferrocarril. Esta sería la tesis de Los europeos, el oportuno ensayo del historiador Orlando Figes; no es ajena la obra a la condición de inglés de su autor nacionalizado alemán tras el brexit para seguir siendo europeo. Un ensayo que se lee como novela en tanto sigue las extraordinarias y nunca bien ponderadas peripecias de la dinastía García; una familia española que pasea por el mundo su don para el bel canto. El padre, Manuel del Pópulo García —el tenor en el que pensó Rossini como conde de Almaviva para El Barbero de Sevilla; a la sazón, un divo en París—; la madre, Joaquina Briones, la inimitable Briones, soprano también de éxito; el mayor de los hijos, Manuel, barítono y reputado maestro de canto, inventor del laringoscopio —vivió 101 años—; la mediana, María, conocida en el mundo entero por su sobrenombre artístico, María Malibrán; y la pequeña, Pauline, Pauline Viardot de casada, el nombre con el que recorrió toda Europa en olor de multitudes. Una troupe ungida de talento. El libro se centra en tres personajes, Louis Viardot, empresario teatral, escritor e hispanista, autor de la traducción más duradera del Quijote al francés, llegó casi hasta nuestros días; su mujer Pauline Viardot, nuestra heroína; y el amante de su mujer, Ivan Turguénev el gran escritor ruso autor entre otras obras de Memorias de un cazador. Cada uno, a su modo, representa la vitalidad del arte, si bien la prima donna de la historia sea, como se insinúa, Pauline Viardot. Participa en la representación de El Barbero de Sevilla en noviembre de 1843, en el teatro Bolshói de San Petersburgo, acuden el zar, su familia, la corte y su gobierno; el público rendido ante su voz y su gracia aplaudió más de una hora, tuvo que salir al escenario hasta nueve veces a saludar. Pauline hablaba cinco idiomas y esta facilidad y su empeño en agradar le permitió cantar parte de la obra en ruso. Entre el público se encontraba emocionado Turguénev que ya no se separaría de la pareja Viardot hasta el final de sus días —conmovedora historia de amor y amistad el de este trio cosmopolita, un punto de libertad admirable que añadir al genio—. Ese triunfo en San Petersburgo se produjo de igual forma con esa y con otras obras en las grandes capitales europeas, Londres, Berlín, Praga, París, Viena, Roma, todas. Se establecía de esta forma itinerante —todo viajaba— un espacio que albergaba las artes plásticas, la música y la literatura, un espacio en el que se reconocían y encontraban gentes diversas, una idea de Europa. Esta misma idea, de espacio común de cultura heredada y compartida a lo largo de los siglos, es la que subyace en las páginas de Danubio, el imprescindible libro de cabecera del viajero del tiempo. Su autor, Claudio Magris, da cuenta del peregrinaje, a finales del siglo XX, por la ruta que marca el curso del Danubio, el río que da nombre al libro—desde la Selva Negra, en donde nace, hasta su desembocadura en el Mar Negro; en su trayecto, de oeste a este, atraviesa el río diez países diferentes—; se repasan costumbres, hechos y personajes que fueron y aún perduran. Un afán por el conocimiento y el encuentro. Magris atisba, oh maravilla, «un mundo detrás de las naciones». Cosa distinta, aunque igual, es el libro de Stefan Zweig, más dolorido. El mundo de ayer, un llanto por la Europa desgarrada por la guerra, una nostalgia por la Europa que se entrevió y pudo ser y no fue; una obra inimitable para conocer ese tiempo pasado que alumbró el mundo de hoy. En esa obra, como en las citadas anteriores, late la Europa soñada, anhelada y necesaria, un espacio común que se ensancha. Zweig, judío austriaco, fue en su tiempo, la primera mitad del siglo XX, un escritor europeo si por tal se entiende el escritor que cuenta con el fervor de los lectores más diversos de la vasta Europa. Él mismo es un representante genuino de ciudadano sin fronteras; nacido en Austria, en la refinada Viena, habitó ciudades y países distintos, hablaba varios idiomas y entre sus innumerables amigos estaba Romain Rolland, “la conciencia moral de Europa”. Europa siempre Europa. Las tres obras que se mencionan señalan los confines imaginarios de un territorio de razón y cultura; fuentes estas de las que brotan las emociones de gozo que comparten y unen los pueblos.

La ascensión del Tercer Reich dio al traste con el sueño de una tierra de acogida; a cambio, la “solución final”, el Holocausto.  Después fue el tiempo de las naciones y, más tarde, hubo de nuevo una opción para la idea de Europa, la Europa unida. Se empezó a construir sobre bases sólidas, primero la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, para evitar la guerra; después, la Comunidad Económica Europea, el mercado común, propiciaba la libre circulación de personas, mercancías y capitales; más tarde, la Unión Europea, un paso por delante, más países, más integración…, pretende ser cada vez más política. Se ha creado un gran espacio de colaboración en todos los terrenos. El epítome del éxito sería el programa Erasmus, promueve la movilidad de los estudiantes; varios millones de estudiantes de los países que integran la Unión Europea han disfrutado esta oportunidad, vivir y conocer otro país. El efecto civilizador del encuentro con los otros; los otros que se descubrirá son en el fondo los mismos que los unos. Este programa fomenta, así se reconoce, la cohesión europea; se habla de “generación erasmus”, ¿será la que lleve la idea más lejos? Asistimos no obstante a tensiones disgregadoras. Intereses espurios.

Hubo un tiempo no lejano en que los españoles en Europa éramos registrados en las fronteras y guardábamos otras colas en los aeropuertos; entrada franca para unos y largas esperas para otros, los alien. Parecía normal. A partir de enero de 1986, cuando España formó parte de pleno derecho de la Unión Europea, se acabó el bochorno. Para vislumbrar lo que era eso, tomaré prestado el apunte al pelo de Stefan Zweig, “¡Haz cola ante el control de pasaportes! Así que aguardo pacientemente, pero al mismo tiempo humillado y amargado. ¡Se han desvanecido la alegría, la frescura de la sensación puramente animal, el voluptuoso sentimiento de libertad! Me siento vejado, ya no soy una persona libre y autónoma, sino un súbdito, y al constatarlo en mi interior nace de inmediato el sentimiento de rebeldía”. Sin ambages, era humillación.

Cuando resuena la llamada de las tribu, atención. La Europa de las patrias o la de los ciudadanos. He aquí el dilema.

Alfonso Carvajal

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