A la luz de la pintura se acerca mucha gente
llamada, gente de la ciudad y gente del campo.
La luz, según llegan, se va posando en ellos
a la manera del sol, hasta observarlos,
escudriñarlos y entrar en sus moradas de vida,
colocándose a comodidad de todos.
Hay quienes pronto se cansan, o se enfrían,
o se acaloran, o les entra el sueño súbito,
que es mucho peor porque se derrumban. Y a solas
rodando, descienden la cuesta de su caída
desapareciendo de la escena común.
Pero a cuantos prosiguen bajo la iluminación,
que no es de un aplique, ni de una lámpara.
ni de una farola, pues se parece más su foco
al tablero de una mesa camilla en
altura considerable, los cubre
y les infunde la luminosidad de la pintura
en el espíritu que trajeron dispuesto como
un altarcillo, iniciando su propio
camino abierto, senda brillante alzada del suelo.
Muchos años atrás, inició su acercamiento a la luz
alzada, nuestro pintor Áureo,
al que yo he visto en revelación encendida,
cogido del brazo por un rayo de su pintura,
de paseo por el claustro románico de Silos,
avisado en mi celda por el ciprés “enhiesto
surtidor de sombra y sueño”.