Pensamientos en campaña

Por Pedro Pablo Novillo Cicuéndez

La prensa de hace un par de días se despachaba con una noticia que, pareciendo ‘normal’, a mí se me aparece sobrecogedora si se la piensa bien, y más ahora en estos días de campaña. Al parecer, un conocido magnate (norte)americano ha recibido un ‘premio’ de 43.848,12 millones de euros en acciones de su empresa. El más grande jamás conocido del capitalismo contemporáneo, dice la reseña.

Lean bien: 43.848.000.000 € (sin el pico). Cuarenta y tres mil ochocientos cuarenta y ocho millones. Y les ayudo a comparar si reparamos por ejemplo en que los Presupuestos municipales de Alcázar de San Juan para 2023 ascendieron, según declaraciones oficiales, a poco más de 36 millones de euros.  O sea, que un hombre solo acumula por una sola decisión empresarial el equivalente a más de mil años de Presupuestos de nuestra ciudad. Mil años.

No hay, creo, juicio moral que pueda amparar esta desmesura. Ni juicio ético, ni estético. Ni ideología cabal que pueda avalar este desatino.

Pero de estas cosas no se habla, ni tampoco se dirimen en las elecciones que el domingo vamos a celebrar. Que alguna vez sí que convendría que nos paráramos a valorarlas, incluso a la luz de esa otra justicia social que no viene del comunismo (salvo que se quiera tildar así a la doctrina de la santa Iglesia católica), aunque esa no alcance a ciertas inteligencias madrileñas.

Pues bien. Ya que hemos mentado los Presupuestos, ¿qué tal si nos preguntamos de quiénes son los dineros del Ayuntamiento?, ¿y su patrimonio?, ¿y el destino de ambos?

¡Qué cosas tienes!, me dirán. ¿De quién van a ser sino de sus vecinos? Y tendrán razón. Y ya puestos, ¿qué tal si aconsejamos a las futuras autoridades municipales que cuando hagan su entrada en la sede del Ayuntamiento piensen, todas -las viejas y las que lleguen de nuevas-, que todo cuanto hay allí no es suyo y que de todo tendrán que responder y de todo dar cuentas?

Por ejemplo, de la información y los informes, de las facturas y los contratos, de lo que se cobra y lo que se gasta, y en qué y cómo y cuándo y con quién. La información, como los dineros, es propiedad de los vecinos, que no de las autoridades. De ahí que tenga que estar a disposición de una ciudadanía que nunca la debería tener que rogar sino, sencillamente, tomarla. Disponer de ella libremente.

Responder es la acción de quienes se dicen responsables. Dar -o rendir-cuentas, la de quienes cuentan lo que hay y cuentan con quienes los/las han puesto con su voto, y temporalmente, al frente y a cargo de la gestión sin abdicar de la titularidad sobre sus bienes y derechos. Han delegado, sí, pero no han renunciado.

A la búsqueda del voto ha habido, y hay, de todo. Como en botica, que se decía antaño. Aventureros, arribistas, partidos de ciclo corto (del tiempo que les dura el líder o la lideresa), candidaturas ocasionales, otras que mejor estarían en la sección de saldos-oportunidades…Y también partidos, organizaciones, movimientos o coaliciones que, al margen de la respectiva fortuna electoral, han acreditado el mínimo necesario de rigor, seriedad y solvencia de sus propuestas. Y de honestidad de las personas que presentan.

Unas y otras hacen uso del derecho que a todas les asiste para que la ciudadanía analice y sopese, escoja y decida. Y por aquella mezcla de la botica que decíamos, necesita nuestra democracia de una ciudadanía -algunos la llaman, restrictivamente, ‘cuerpo electoral’- bien informada y, en especial, bien formada, y habremos por ello de lamentar, me temo, las oportunidades perdidas de una formación/educación de y para la ciudadanía. Una formación política, sí, y por tanto democrática, que nos eduque en la búsqueda del secreto de vivir juntos aspirando a ser felices, buscando esa que el viejo filósofo llamaba la buena vida (o el bien vivir), ahí donde se cruzan y se encuentran ética y política. Porque, ¿saben?, hubo tiempos en que no se concebían la una sin la otra.

Votar es una decisión ética y política. Una decisión responsable, por libre. Votar en democracia es siempre encomendar, delegar, nunca renunciar ni dejarse sustituir. Ni entregar la soberanía de la que el voto es solo una de sus expresiones: ni la única y puede que ni siquiera la principal.

Votar es exigir. Es una disposición al control y, a la vez, al apoyo. Es reclamar la participación como elemento fundante de la comunidad: salvo emergencias, creo que ninguna medida importante no contemplada en los programas debería ser tomada sin consulta previa a los soberanos: los (y las) ciudadanos-electores.

Con dos apostillas que podrían servir tanto de deseo como de consejo.

Una: que hasta el momento de su toma de posesión, los candidatos de tal o cual partido representan a sus electores, a quienes les han apoyado con su voto. Y que a partir de dicho momento (nos) representan ya a todos (incluso a quienes no han querido hacer uso de su derecho al voto), les hayamos votado o no. Su condición de electos les confiere un grado más y distinto, una responsabilidad adicional, y yo sigo creyendo que noble. No son de parte, sino de todos.

Y dos: que el voto da -y quita- poder y gobierno, que es mucho y muy importante. Pero ni da, ni quita, la razón. Tampoco la integridad ni el decoro.  Piénsenlo. Ejemplos los hay, y no pocos.

Piénsenlo. Y voten.

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